Nunca hubiera podido presagiar esto. La situación en sí ya se tornaba como algo de bastante poca credibilidad. Pero era lo que le sucedía, ni más ni menos. No mucho tiempo atrás, el hecho de que le llamasen guapa, según de qué maneras, formas y en qué contextos, le hubiera alegrado el día, le hubiese reforzado tanto o más que las mejores nuevas. Era algo más allá de lo racional, pues tenía bien claro que poco mérito implicaba ese tipo de cualidad, si no ninguno, mas conseguía reafirmarle en un campo que siempre, sin excepciones, le generaba inseguridad. De ahí que la situación se tornara en tan surrealista. Ahora, aquí, ya no podía soportar ese tipo de elogios. Cada palabra, mirada u onomatopeya a su paso le generaba un sentimiento de intenso malestar, tan fuerte como para ser la génesis de náuseas, irritabilidad y desesperanza. Para colmo, este tipo de situaciones parecían multiplicarse al ritmo en que sus anhelos de desaparición e invisibilidad aumentaban. Aprendió a mirar al suelo y a refugiarse en el control de volumen de su iPod, como una niña tímida y asustada, aunque su percepción fuese lo suficientemente rápida como para no poder obviar esos estímulos. Ojalá el surgir de todo esto fuese una simple regresión a la infancia, pensaba. Pero ese día ocurrió algo, algo extraño. En su trayecto cotidiano en el metro, armada de su escudo anti-estímulos-auditivos y su mirada cabizbaja, alguien captó su atención. Él era diferente, tenía algo, algo que no acertaba a describir, algo para lo que ni las palabras, ni el pensamiento, son suficiente. Tenía tanto como para desprotegerse de sus miradas hacia el suelo y exponerse sin querer a los ojos lascivos de lobos hambrientos, que también ocupaban su espacio. El chico, hermoso, parecía estar al margen de esa jauría, respirando una extraña serenidad. Le observó no tan a hurtadillas, dejando la prudencia aparcada por un rato. La megafonía del metro anunció la próxima estación, su trasbordo, ella se preparó para la salida, y él sacó algo de su bolsillo. Era un bastón plegable para ciegos. Él salió del vagón con sorprendente habilidad entre tanta gente desconsiderada. Ella le adelantó por los pasillos hasta llegar a la escalera mecánica, sintiendo algo inefable en el cruce. Decidió dejar de meterse prisa y paró dejándose llevar por la maquinaria. En ese momento, él volvió a aparecer en escena, bajando con gran habilidad la misma escalera por el carril izquierdo, ese destinado para la gente con prisa. Iban a hacer el mismo trasbordo, se iban a meter de nuevo en el mismo vagón, hubiera sido tan fácil entablar algún tipo de conversación... Pero aquella fuerza y arrojo que ella solía emanar no estaba, intentó buscarla y no la encontró, y lloró, lloró por dentro, porque sabía que se la habían robado, que le habían saqueado el corazón.
Eva
Lamentablemente creo que hay demasiados corazones saqueados.
ResponderEliminarOtra historia de amor subterráneo... Muy buena. Ojos cerrados como platos...
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