del borde de los sueños, de lo no acontecido,
de los surcos abiertos por las lágrimas,
de esos días que aciertan a caminar de espaldas;
crecen en el contorno de una frase inconclusa,
en la sombra de un gesto que no llegó a cumplirse
o el mapa de un lugar que no pudo habitarse.
Se alimentan
del tiempo y, sobre todo, de los deseos
que duermen, inconclusos, en el vientre y despiertan
subiendo a la garganta;
los atrapan apenas afloran en la lengua,
los succionan y luego se aletargan
un poco más arriba, tras la córnea.
No tardan en lograr componer su figura; ésta
dependerá del calor del deseo, la calidad de la memoria
y lo experta que sea la mente en que se
hospedan
en combinar lo incierto y lo posible.
La mayor amenaza del fantasma es el olvido,
ese anhelo de ser una vez más,
ese amor a los pájaros, al verano que empieza,
al reto que supone empezar de nuevo.
El olvido es la puerta del futuro;
no hay fantasma capaz de ofrecer resistencia
y conservarse íntegro
si la mirada en la que halló cobijo,
a pesar de sus trampas se tensa y acaricia el
horizonte:
desorientado y sin aliento,
se contrae,
pierde pie y
se transparenta.
Luego se desvanece.
En ocasiones puede verse
cómo un fantasma intrigante y altivo
en el umbral de un párpado se asoma
y con una ligera mueca de desdén
gira sobre sí mismo, se precipita y cae
envuelto en la neblina acuosa de su ser
imaginado.
Chantal Maillard