"Te he dejado en el sillón las pinturas y una historia en blanco... No hay principio ni final, sólo lo que quieras ir contando...
Y al respirar, intenta ser quien ponga el aire que al inhalar te traiga el mundo de esta parte..."
Vetusta Morla - Al respirar

lunes, 30 de mayo de 2011

Alicia 7.0

Siete. S I E T E. Alicia se detuvo por un instante a observar aquel azulejo que numeraba el portal de enfrente, haciendo del significante alfanumérico fonemas en sus oídos y letras en su mente. La lluvia rebotaba rítmicamente en el toldo del Rvbicón creando una atmósfera onírica. Allí resguardada, fumaba tranquilamente un cigarro mal liado que resultó ser su salvación. A pesar de bajarle la tensión y provocarle por falta de costumbre temblores, mareos y ocasional coloración amarilla de la piel, en aquel momento le libraba momentáneamente de una compañía de mesa un tanto forzada, que esperaba en el interior del local. Se aburría, sí, y necesitaba oxígeno. Aunque hubiera que mezclarlo con monóxido de carbono como excusa.

La calle del Sol se perfilaba prácticamente desierta a esas horas de la noche. Alicia seguía absorta en su siete, rozando lo metafísico, cuando desvió su atención un chico, 25 años 27, que irrumpió en aquel portal numerado tras cruzarle una mirada gatuna. Como felina en celo, con taquicardia y sin pensarlo dos veces, cruzó los escasos metros de calle que la separaban del número siete, siete pasos contó, y empujó con contundencia aquella puerta entreabierta cuando sintió tal quemazón en los dedos que de golpe aterrizó de nuevo en la realidad de su cigarro consumido a la puerta del bar. Su intención de transformarse en depredadora se mojó las ganas en birra con palomitas con pimienta, todo lo picante que podría esperar de la compañía monocroma que aguardaba en aquella mesa.



Apuró su cerveza sin prisa pero sin pausa, uniendo precaución y velocidad, lo suficiente para largarse de allí cuanto antes con una buena excusa sin desmerecer la compañía. No le hacía falta pensarse ni dos veces si repetir la experiencia. Alicia ya no sabía si sentirse esnob, elitista o pretenciosa por tener tan claro cuando intentaba mezclar agua y aceite. Pero si hay algo que no soportaba era el tedio.

Santander jarreaba en su camino de vuelta a casa sin paraguas. Comenzó a correr, no quedaba mucho para llegar al túnel de Puertochico. 700 metros de camino oscuro, solitario, tóxico y lúgubre. Marcó paso decidido, enraizándose con cada zancada a los bajos fondos de Santander. Cada vez pisaba más fuerte, intentando canalizar la frustración del vacío. Una baldosa suelta basculó salpicándola entera. En lugar de gritar o llorar histéricamente, siguió zapateando cada baldosa del camino con rabia, cada vez más fuerte, con el sueño de destrozar el suelo, de vengarse del túnel, aunque se llevase sus pies por delante. Estaba tan cegada por la ira, tan calada y tan fría que no apercibió que realmente el suelo comenzaba a ceder, y cada zapatazo adelante se hundía más y más, tragándola poco a poco a modo de arenas movedizas. Su último pisotón con pie derecho hizo temblar el suelo y el mundo rugió. Una grieta se abrió tras la furia de Alicia, que empezó a caer y caer cuando todo se tornó aún más oscuro.



Recobró el conocimiento de golpe, con una sacudida estilo Tarantino tras inyección intracardíaca de adrenalina, al borde del asfixio. El agua la vapuleaba de un lado a otro, las corrientes marinas hacían de ella veleta a su merced. El salitre le salía por las orejas y le escocía en los ojos. A su alrededor, decenas de amenazantes y enormes rocas afiladas. Su ropa mojada pesaba unas siete veces más de lo habitual y encadenaba a Alicia a una muerte segura. Intentaba resistirse al movimiento de las olas, pero era inútil. La resignación no tardó en llegar y, exhausta, se dejó llevar hacia el fondo cansada de resistir los envites de la vida.

Comenzó a hundirse despacio, sinuosamente, así como las hojas otoñales se dejan caer. A punto de perder la consciencia, la última visión borrosa y ultramarina que registró fue una sombra de gran envergadura acercándose hacia ella con la soltura de un pez en el agua.



¡Ay, Alicia! ¿Qué ha sido de tus sueños? ¿Qué ha sido de tu luz?” Era la cantinela que se oía cuando reaccionó bruscamente regurgitando agua marina. A poco estuvo de un infarto cuando descubrió al locutor de aquellas palabras, ¿realmente le estaba hablando un delfín? ¿estaba muerta? ¿quizás delirante? Sea lo que fuere, ese enigmático y surrealista animal la había depositado sana y salva al borde de la pequeña isla de Mouro, y esa era su increíble realidad actual.

Eh… ¿Quééé? ¿Quién eres? ¿Cómo he llegado aquí?”, logró verbalizar Alicia a pesar del mutismo que le había causado en un primer momento su asombro.

Ay, chiquilla… no preguntes obviedades e intenta reservarte para DulceFlor, ¡esto parece más grave de lo que imaginaba!”, contestó el delfín parlante, “Corre hacia el faro, ¡calamidad! Ella te espera arriba”. Y sin una palabra más, el delfín parlante se adentró ligero en el Cantábrico diluyéndose en el horizonte.



Alicia atravesó el rocoso paraje hasta llegar al faro. No le quedaba opción, estaba totalmente aislada en una isla desierta sin más alternativa que hablar con la tal DulceFlor, sin saber muy bien con qué finalidad. El faro se mostraba imponente, una vieja puerta de madera marcaba su umbral. Se adentró en él y comenzó a subir una eterna escalera de caracol. Un número arañado en la pared indicaba los peldaños restantes hasta arriba, 777. Fue pisando escalón por escalón con hastío. En el séptimo, descubrió en sus vaqueros, aún empapados, un gran siete sobre su muslo derecho, mostrando su nívea piel. Sangraba.

Cuando alcanzó las alturas, apenas acertaba a respirar con ritmo. La sala tenía en su pared un extraño reloj daliniano, detenido a las siete. La gran lámpara ocupaba todo el espacio central, y una mesa al fondo soportaba una maceta colorida. En ella se elevaba majestuosa una danzarina flor fucsia, con ojos avispados. “¡Alicia!”, exclamó, “¿tan desencantada estás que ya regalas tu alma al diablo? Si vas a atreverte a merodear los escombros del Puente al menos deberías cotizarte mejor y venderla, ¿no crees?”, dijo burlona. “Ya, ya sé que tienes muchas preguntas, pero yo ¡no acepto diálogo alguno! Así que siéntate y escucha. Y sobre todo… recuerda”. Lo que le faltaba, ¡una flor parlante y monologuista!

¿Qué ha sido de la verdadera Alicia, de aquella soñadora vital? Siete vidas tiene un gato ¿En qué gastas tu tiempo, pequeña? Obsérvate, querida, ¿miras lo que ves o ves lo que miras? ¿recuerdas la última vez que te temblaron las piernas? ¿la última vez que te hipnotizaron con una mirada? Recuerda, Alicia, ¡recuerda! Recuerda la última vez que te revolvieron las pecas, y no dejes de perseguir esa sensación… nunca. En grandes y pequeñas cosas, ¡nunca!”. Una corriente de viento abrió de golpe una de las cristaleras dando pie al abismo, mientras DulceFlor lanzaba su última exclamación “¡Ahora y siempre Alicia!... ¡vuela! ¡y brilla!”

Y movida por una energía cósmica, Alicia, sin vacilar ni un instante, dio siete pasos al frente y saltó al abismo.

Abrió los ojos y se encontró en su mirada. Qué más da dónde, qué más da cuándo, qué más da por qué. Las pecas de sus mejillas revolotearon de nuevo.

Y no hacían falta más preguntas. Solamente ser.

Eva

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